Principio de Amor

Mis primeros recuerdos de la Virgen de las Angustias, se remontan ya a casi medio siglo. Fue en septiembre de 1951. Por aquel tiempo tuve la suerte de ser amigo y compañero, en Sevilla, en su emisora recién fundada de Radio Nacional de España, de un granadino devoto de su tierra que, como yo mismo, empezaba entonces su actividad profesional. Se llamaba -desgraciadamente murió hace unos años-, José Luis López Murcia. Con él vine a Granada, aquel septiembre tan lejano, y con él conviví emocionadamente el solemne e impresionante ceremonial de la procesión de la Patrona, arropada con infinito amor en todos los puntos de su itinerario callejero, por la devoción honda y sentida de la muchedumbre. Fue aquella, la primera vez que mi corazón se acompasó al latido pro­fundo del corazón de Granada.

Luego, desde 1970 -llegué el 15 de septiembre, para pronto convertirme en un granadino apasionado más-, he tenido multitud de ocasiones de compartir con infinidad de personas, a quienes desconozco y acaso jamás conoceré, ese profundísimo amor que los granadinos sienten por la venerada imagen de la Carrera. Es un amor que me parece diferente a cualquier otro expresado a ninguna otra efigie de fama parecida. Quizá porque Granada, esencialmente popular, es también esencialmente sencilla y sincera en sus manifestaciones. Sin necesidad de alharacas, ni jubileos. La psicología íntima del granadino es reacia a las estridencias. Y así, con esa emoción que es congoja y alegría a un tiempo, pero sentida recogidamente, es como la gran masa de devotos de la Virgen de las Angustias se arrodilla a sus plantas para expresarle, con los labios y las miradas -¡qué miradas tan elocuentes!- , todas las penas y alegrías de la ciudad. Alguien me dijo cierta vez: «Muchos granadinos solo han llegado a conocerse a sí mismos, cuando se han arrodilla­do a la luz que irradia la Virgen de las Angustias en su camarín». Lo en­ tiendo perfectamente. No exageraba. En la Basílica, la Gracia de la Virgen convoca a los cuerpos que sufren, a las almas des concertadas. Viene sien­do así desde hace siglos y seguirá siéndolo hasta el fin de los tiempos.

Nadie puede aspirar a ser perdonado o a conseguir algo, sin un principio de amor. Así lo en­ tienden los granadinos, que reservan para Ella el amor más fiel y absorbente. Un amor sin límites, que se traduce en una confianza casi loca a sus pies,  cuando sentimos que todas nuestras in­quietudes, todas nuestras dudas y angustias van a ser favorablemente resueltas merced a su mediación suprema. No exagero si creo que el camarín de la Virgen de las Angustias es como un rompeolas de la inmensa pena humana suplicante. Una pena que se des­borda, al fin, en torrente incontenible,  el  último domingo de cada septiembre, cuando la Ciudad rinde homenaje multitudinario e impresionante a la Señora de la Carrera, y la pasea entre vítores y aplausos, entre flores y luces. Son miles y miles de ojos de expectación abiertos hasta romperse. Son otros tantos miles y miles de labios apenas balbuceantes. Es un río caudaloso de súplicas y de agradecimientos. Esto hace que, a la vuelta, bajo las frondas altas de la Carrera, cuando la Virgen regresa, haya en sus ojos, entre el dolor de sus lágrimas, como chispeando en sus llorosas pupilas, una visión más viva y real de la absoluta confianza que en ella tienen depositas los granadinos.

Juan Bustos
Cronista Oficial de la Ciudad

Historia y Devoción – Numero 4 – Año 1997

 

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