Transfixión de Nuestra Señora, enigmática pintura en el camarín de la Virgen

Cuando se entra en el Camarín de la Virgen de las Angustias, por su primera estancia (antecamarín), lo primero que llama la atención es el preciosismo de sus pinturas, que inundan cualquier palpo de la pared y del techo, y nos invitan a contemplar, junto a otras entrañables escenas de la infancia de Jesús, los primeros “dolores” de la Virgen María.

Nada tiene que extrañar si consideramos que el Camarín en su conjunto representa la glorificación de María (a través de la Sagrada Imagen de las Angustias) por el mérito de sus sufrimientos asociados a la vida y muerte de Jesús. El saber popular ha acuñado esas escenas con el nombre de los Siete Dolores de la Virgen María y el primero de ellos es la profecía del anciano Simeón, es decir la transfixión de María, el traspaso de su corazón por una “espada” de dolor.

Los demás “dolores” –no todos aparecen literalmente en las Escrituras– son más circunstanciales y tangibles, más explícitos, una circunstancia que genera inexcusablemente un padecimiento, por tener que emigrar a Egipto, por extraviar al Niño a la edad de doce años, por verlo padecer y morir…, pero el primero, por ser premonitorio, remite a un dolor moral y anímico. Ciertamente es un enigmático anuncio, cuyo alcance la mente de María aún no llegaba a alcanzar, pero que cobró pleno sentido al verificarse los demás dolores. De forma paradójica es a la vez el anuncio y la confirmación de todos ellos (alfa y omega). Si nuestras dolorosas llevan un puñal clavado en el pecho –también una de las pinturas del poscamarín–, es porque la Transfixión no expresa una parte concreta sino todo el sufrimiento de María. Y curiosamente la Sagrada Imagen patronal ostenta un corazón, sobre la media luna que hay a sus pies, atravesado no por una espada sino por un clavo. La “espada”, la Transfixión, es Ella misma.

El carácter sintético de la Transfixión y el hecho de que fuera la primitiva festividad de la Hermandad explica la importancia de esa pintura mural, privilegiada sobre las demás, más grande (la más grande del conjunto monumental del Camarín), quizás la más estudiada y personal de los artistas que la pintaron (José Hidalgo y Juan de Medina, hacia 1739-1741) y de los comitentes que la supervisaron. De hecho, destaca, junto a su colorido, la cotidianeidad de la escena, introduciendo personajes accesorios que denotan gestos naturales, con más libertad para los artistas a la hora de representar escenas diarias (el cántaro o la jarra que observamos en los extremos de la obra) y en algunos rostros el retrato de determinadas personas, tal vez los propios pintores.

Y aun así, como todas las pinturas del antecamarín, se empeña en seguir fielmente los textos evangélicos, como lo muestran esos rótulos que salen de la boca de los protagonistas, en este caso concreto, de la boca de Simeón como saeta dirigida a María: “Et tuam ipsius animan doloris gladius pertransibit” (“Y a ti misma una espada te traspasará el alma”, comienzo del versículo 35 del capítulo 2 de San Lucas). La interpretación más asentada de este pasaje pasa por San Cirilo, por San Paulino de Nola o por San Agustín: es la punzada de dolor que se materializará más tarde junto a la cruz; es decir, da pleno sentido a la representación de la Virgen de las Angustias. Esa espada es la esencia de la Mater Dolorosa. Y así quedó bien asentado en la versión oficial de la Biblia en latín, la Vulgata de San Jerónimo.

De hecho, como vemos mejor esta pintura mural es desde el mismo centro del Camarín, en referencia inequívoca a la Sagrada Imagen. Aún más, si desde ese punto hacemos un giro de noventa grados a nuestra derecha, lo que observamos tras la Virgen y a través del cristal que da al altar mayor es el coro en alto a los pies de la iglesia, centrado por una pintura, restaurada afortunadamente hace poco, que muestra la escena de la Presentación en el Templo (el popular pasaje de la Candelaria). No es casual: las primitivas reglas de la Hermandad establecían como fiesta principal –“se hagan los officios muy solempnemente”– la de la Transfixión, “que es a nueve días del mes de hebrero” (febrero), es decir la octava de la fiesta mayor de la Candelaria (2 de febrero), pues en realidad fue en ese acto cuando tuvo lugar la profecía de Simeón. Durante siglos fue esa del 9 de febrero, repito, la fiesta principal de la Hermandad, hasta el punto de lograr la concesión por el papa Urbano VIII en 1638 de un oficio litúrgico propio para la diócesis de Granada, que podemos contemplar en el ejemplar que se conserva en la Biblioteca Universitaria del Hospital Real.

Los trámites para conseguir esas dádivas papales eran lentos y costosos, y es más que probable que los iniciara la Hermandad tras la declaración testifical, en fuerza de derecho, que hizo en 1633 el sacristán Alonso de Garavito sobre la “aparición” de la bendita Imagen de Nuestra Señora de las Angustias. Por cierto, es tradición que su prodigiosa llegada a Granada tuvo lugar una tarde de febrero. Esa festividad menor de la Transfixión –aunque aquí, por ese privilegio del papa Barberini, figuró en el Breviario y Misal Granatense con carácter de solemnidad doble mayor–, ha desaparecido de la Liturgia con las reformas que introdujo el Concilio Vaticano II, pero en la Basílica de las Angustias, al menos desde hace un siglo, se celebra la fiesta de la Aparición de la Virgen de las Angustias cada segundo domingo de febrero, claro eco de la primigenia festividad de la Hermandad.

Por invitación de nuestro Arzobispo, el pasado mes de octubre tuve la fortuna de asistir a la presentación en Granada del libro de Alfonso Simón, “El Paraíso Abierto”, editado por la BAC. Ya indicó D. Javier que el tema era de interés, en especial para la Hermandad, y así fue. Simón, especialista en Teología bíblica, se cuestiona el sentido de la expresión de Simeón, en concreto la espada, al no encontrarle un encaje lógico en el evangelio de Lucas, el “evangelio de la misericordia”, y en concreto en la brillantez del nacimiento e infancia de Jesús, que se describe de manera luminosa, pero en este pasaje se trunca con una salpicadura un tanto tenebrosa: esa “espada de dolor”.

Alfonso Simón ha dedicado años al estudio riguroso y a la reflexión sobre el pasaje de Lucas 2, 29-35. Escora la expresión “de dolor”, porque no se adjetiva de tal la espada en la Escritura y, además –junto a testimonios de la Patrística antigua, como es el caso de San Efrén– indaga en el sustrato en lengua aramea que debió haber bajo la redacción griega del evangelio de Lucas. No entraré a fondo en sus razonamientos, para los que no estoy cualificado, pero su conclusión es plausible: la “espada” de la profesión debe contener otros significado e, indagando en ese sustrato lingüístico, simbólico y cultural semítico, así como en la tradición exegética de la Iglesia, propone una lectura cercana, entre otros autores, a San Efrén de Nisibe (siglo IV). En su interpretación la Virgen no es la víctima de la espada, sino el sujeto, pudiéndose interpretar ese versículo dirigido a María como “Tú apartarás la espada”, la espada que “viene provocada por la negación de la fe”.

No es otra, entonces, que la espada que cerraba el paso al Paraíso tras la caída de Adán y Eva. Y en este sentido, María se configura como nueva Eva, apartando (haciendo pasar) la espada que vino por el yerro de nuestros primeros padres. Sobre esta premisa la espada anunciada por Simeón se troca en la espada liberadora de Israel. Y el “Israel de la Promesa” se personifica en María, “a quien no tocará la espada devastadora”. El de María es así un mensaje de liberación plenamente acorde –se me ocurre– con el que proclama el Magníficat, recogido asimismo por San Lucas, el cántico que María dirige a Dios en la visita a su prima Isabel (Lc 1, 46-55). Apartando la espada María abre, pues, las puertas de la salvación.

Como Cristo vence a las tinieblas –insiste A. Simón–, “para que saliera el sol hubo de venir la aurora”, es decir María, entendida como la “Hija de Sión”. La imagen simbólica de los astros principales goza de larga tradición en el cristianismo. De hecho, en la solería del propio Camarín, a los pies de la peana que eleva (y glorifica) a la Virgen, se hallan la luna y el sol, del mismo modo que Hijo y Madre de amalgaman en la representación escultórica que veneramos por Patrona de Granada. Y concluye el autor: “María, verdadero Israel de Dios, es asimismo verdadera Iglesia”.

Esta nueva lectura es sin duda muy sugerente y no hace más que desvelar otro aspecto del misterio profundo de María. Se me antoja que la espada de dolor le hace compartir la pasión de Jesús (compasión) y la espada liberadora, la redención de Cristo (corredención). Así que uno y otro caso no dejan de subrayar lo sublime de nuestra Madre.

El pueblo de Dios, sencillo y confiado, posee una sabiduría profunda e innata. Cuando el personaje atormentado de una novela (no menos atormentada) de Miguel de Unamuno proclamaba “poca teología, religión, religión”, se estaba refiriendo a esta piedad sencilla. Y la piedad sencilla de Granada, generación tras generación, comprende perfectamente el mensaje de la Virgen de la Angustias y de su atravesado corazón. Lo contempla y lo sublima. Y así debe seguir siendo.

El Hermano Mayor

 

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