Cuatro recuerdos

Era el último domingo de Septiembre de 1976. La Carrera rebosaba de gente, de bullicio y de alegría esperando la salida de la Virgen. La tarde estaba un poco gris, no tenía la alegría que da siempre el brillo del Sol, pero eso no importaba. Todos impacientes esperábamos verla asomar, radiante, majestuosa, con su porte de reina, que los es, por la puerta. Yo, con mi padre, enfermo desde hacía tiempo, en la esquina de la calle Ancha también esperábamos el tan ansiado momento. Y llegó. Apareció en la puerta de la Basílica, y la calle se convirtió en un enorme clamor de alegría y emoción que llenaba de lágrimas los ojos. Yo también sentí esa emoción, pero de una manera distinta a lo habitual, en mi corazón, pese a la alegría general, yo sentía una pincelada de tristeza. ¿Por qué no fue la alegría incontenida de otros años? Entonces no lo supe, después sí. En la mañana del 8 de Octubre fallecía mi padre. Antes de ir a verla “en persona” quiso verla por última vez en la calle con su querida hija. Era “su Virgen”, a la que siempre amó y rezó. Entonces comprendí mi tinte de tristeza, ya nunca más la vería cogida de su brazo.

Era la mañana del Sábado Santo de 1994. Mi madre acababa de despertar en su cama de hospital, había pasado una noche mejor que otras, sonriendo me besó y la besé. Fui al aseo a lavarme la cara, a espabilarme un poco, pues aquella noche, como todas las que estuvo hospitalizada, yo las pasé a su lado. Cuando volví del aseo fui a besarla y ya no estaba allí, en esos breves momentos, en que me ausenté, ella emprendió el vuelo a la Casa del Padre. Telefoneé a la parroquia de la Virgen, que era la nuestra, y lógicamente me dijeron que el Domingo de Resurrección no se podían celebrar misas de difuntos. Ante mi terquedad, el párroco me permitió traerla a la Virgen y, en el intermedio de una misa y otra, entrarla en la Iglesia, ponerla a los pies de la Madre y rezarle un responso. Se lo agradecí mucho a Don Carlos.

Mis padres antes de marcharse con Ella para verla realmente quisieron despedirse de la Imagen en la que siempre la veneraron.

Pero en la vida afortunadamente, no sólo hay momentos tristes, sino también alegres y con ellos voy ahora, porque ni unos ni otros se olvidan nunca.

Era la mañana del 1 de abril de 1989. Mañana radiante de Sol primaveral, que alegra el corazón y da ganas de vivir. Y allí, ante Ella, llevé, de mi brazo, con orgullo y emoción, a mi hijo Miguel para que uniera su vida a la de Rosario. Tenía que ser ante la Madre. Yo como madrina vivía la ceremonia en primera persona, en el altar, junto a ellos. Es cierto que, en medio de la alegría, también había un poquito de tristeza, porque mi hijo salía de misa casa donde había estado 24 años. Pero la felicidad que yo veía en sus caras lo borraba todo y el convencimiento de que se casaba con una gran mujer.

Fue otro momento alegre, con Ella como testigo, que nunca olvidaré. Era la tarde del 25 de Abril de 1993 y, por cierto, llovía, pero eso no empañó la alegría del momento. Mi nieto Miguelito, el hijo de Miguel, mi primer nieto, que, según él dice, es al que más tengo que querer porque me hizo abuela (bueno, eso es sólo su opinión), era bautizado por Don Antonio Covo, delante de Ella. Un momento que tampoco podré olvidar, como tampoco olvido los bautizos de mis otros cinco nietos, pero eso es otra historia.

Como veis, en mi vida, como en la de la mayoría de los granadinos, Ella está presente, para confortarnos, para llorar con nosotros en los momentos tristes y alegrarse en los alegres, y siempre, siempre, para darnos su amor y protección.

Carmen Muñoz Caraballo

 

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información

ACEPTAR
Aviso de cookies