La Virgen María, fuente de la salvación

En el marco de este mes de mayo, mes de las flores, mes que popular y devocionalmente los cristianos dedicamos a nuestra flor de las flores, a la Virgen María, agradezco la ofrenda e invitación que la Hermandad la Virgen de las Angustias me hace, para literariamente ofrecer a nuestra Madre y Patrona una flor, que, aún con las espinas de la pandemia que estamos padeciendo, la flor de nuestra vida es bella:

Es verdad que para nuestra Iglesia diocesana, el mes de la Virgen es septiembre, en cuyo corazón celebramos su fiesta litúrgica con la eucaristía y hacemos nuestra multitudinaria ofrenda floral, portando también las súplicas y gratitudes, unas personales y otras encomendadas, a nuestra excelsa Patrona, a quien con tanto amor y veneración, siguiendo la tradición viva de la Iglesia, veneramos y reconocemos como la fuente de la salvación, todos los que integramos esta Iglesia particular de Granada. Porque Ella, cubierta por la sombra del Espíritu Santo, concibió de modo inefable a la Palabra encarnada, Jesucristo, fuente del agua viva, donde los hombres apagan la sed de comunión y de amor.

Así lo refieren los textos de la Escritura que se proclaman en su fiesta. El profeta Ezequiel (47, 1-2. 8-9.12) nos relata, por ejemplo, aquella visión profética que tuvo del templo, de donde manaba agua viva y con la cual se regaba toda la ciudad, de tal forma que por donde pasaba aquella agua, la tierra se tornaba muy fértil, y así crecían toda clase de frutales, cuyas hojas no se marchitaban, ni sus frutos se acababan; su frutos eran comestibles y sus hojas medicinales.

Cristo Jesús, es ese templo, pues por su muerte y resurrección, se convirtió en el verdadero y perfecto templo de la nueva alianza. Él es el verdadero templo de Dios del que brota el agua saludable que sanea todo lo que toca; Él invita a todos los sedientos a que acudan a Él y beban, es decir, a que reciban el don del Espíritu Santo; Él es el templo, de cuyo costado derecho brota el agua que da la vida (Jn 19, 25-37). “Un manantial que brota dando vida eterna” (v. 14). Él mismo nos dice: “El que me beba nunca más tendrá sed” (cf. Jn 4).

Hoy podemos darnos cuenta que hay muchos que buscan el agua viva, y acuden a ciertas formas de pensamiento o espiritualidad, que quizá satisfacen por un momento, pero no logran calmar la sed de existencia, de plenitud, de verdad, de saciedad. Habría que invitarlos a escuchar a Jesús, que no sólo ofrece agua para saciar nuestra sed, sino además las profundidades espirituales ocultas del «agua viva». La invitación a seguir a Cristo, portador del agua de la vida, tendrá un peso mucho mayor si quien la hace se ha visto profundamente afectado por su propio encuentro con Jesús, porque no se trata de alguien que se haya limitado a oir hablar de él, sino de quien está seguro de “que él es realmente el Salvador del mundo” (Jn 4, 42).  Se trata de dejar que las personas reaccionen a su manera, a su propio ritmo, y dejar a Dios hacer el resto.

En esta visión, la persona de María se ve prefigurada. Ella es Madre de Cristo y, por lo tanto, es el cimiento de aquel Templo que es Cristo y de donde mana el agua viva. Ella nos ofrece a su Hijo no como figura del agua viva, sino realmente como el Agua viva. Ella nos puede enseñar cómo ser templo donde more la presencia de Dios, ‘Arca de la Alianza’, que transporte las primicias de lo que Dios va obrando en medio de su pueblo. La tradición bizantina así lo canta en aquel bello himno del Akátistos: ¡Salve! Oh, Tienda del Verbo Divino. ¡Salve! Más grande que el gran Santuario. ¡Salve! Oh, Arca que Espíritu dora. ¡Salve! ¡Tesoro inexhausto de vida!

Cristo Jesús, es además el fruto bendito que ha producido aquel Árbol de la vida. En Jesús, nacido de la Virgen María, se encuentran realmente la misericordia y la verdad; la justicia y la paz se han besado; la verdad ha brotado de la tierra y la justicia mira desde el cielo. San Agustín explica con feliz concisión: “¿Qué es la verdad? El Hijo de Dios. ¿Qué es la tierra? La carne. Investiga de dónde nació Cristo, y verás que la verdad nació de la tierra… la verdad nació de la Virgen María” (En. in Ps. 84, 13). Y en un sermón afirma: “[En María] se cumplió la profecía: “La verdad ha brotado de la tierra, y la justicia ha mirado desde el cielo”. La Verdad que mora en el seno del Padre ha brotado de la tierra para estar también en el seno de una madre. La Verdad que contiene al mundo, ha brotado de la tierra para ser llevada por manos de una mujer… La Verdad, a la que no le basta el cielo, ha brotado de la tierra para ser colocada en un pesebre. ¿En bien de quién vino con tanta humildad tan gran excelsitud? Ciertamente, no vino para bien suyo, sino nuestro, a condición de que creamos” (Serm. 185, 1).

María fue esa tierra fértil que nos ofrece el fruto bendito de su vientre, Cristo Jesús, cuyo cuerpo ofrecido en la cruz se convirtió en aquel fruto comestible, capaz de saciar el hambre de todo aquel que lo come. Su cuerpo clavado en la cruz es también aquella hoja medicinal que cura de la muerte, del pecado, de la enfermedad, de este virus con corona que nos amenaza, devolviendo la salud y ofreciendo la salvación.

En este sentido se entiende con toda claridad que la Virgen dolorosa sepa muy bien entender nuestros dolores y socorrernos en nuestras angustias, pues como nueva Eva, sabe que el hombre «muere», cuando pierde «la vida eterna». Ella sabe que al ofrecernos a su Hijo no se está ofreciendo a sí misma, sino al Salvador. Su intercesión está encaminada para que obtengamos de su Hijo la salud. Por eso con insistencia nos repite: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento definitivo. En su misión salvífica Él debe, por tanto, tocar el mal en sus mismas raíces transcendentales, en las que éste se desarrolla en la historia del hombre. Estas raíces transcendentales del mal están fijadas en el pecado y en la muerte: en efecto, éstas se encuentran en la base de la pérdida de la vida eterna. La misión del Hijo unigénito consiste en vencer el pecado y la muerte. Él vence el pecado con su obediencia hasta la muerte, y vence la muerte con su resurrección (cf. Salvifici doloris, 14).

No solo en mayo o en septiembre, sino cada día, no dudemos en acudir a la Virgen María y suplicarle que nos ofrezca a su Hijo, que es capaz de darnos el agua viva, el fruto bendito, la medicina perfecta. Y que como Ella, al ser cada día mejores discípulos suyos, estemos atentos a las necesidades de los que más sufren por esta crisis sanitaria y por los que peor lo van a pasar a consecuencia de la crisis económica, y podamos así también nosotros ser fuente de agua viva, manantial de la gracia. La Virgen, estando de pie junto a la cruz nos enseña que la vida no es posible vivirla separados de la gracia, de la fuente de la vida, de la fuente de la salvación. Estando de pie junto a la cruz Ella nos enseña que “en la cruz Cristo ha alcanzado y realizado con toda plenitud su misión: cumpliendo la voluntad del Padre, se realizó a la vez a sí mismo. En la debilidad manifestó su poder, y en la humillación toda su grandeza mesiánica” (cf. Salvifici doloris, 22).

Pidámosle, en esta hora de dolor, incertidumbre y oscuridad, de manera especial, que Ella como ‘fuente de salvación’, siempre nos dé a su Hijo, agua viva, fruto bendito, medicina perfecta.

Madre y Señora nuestra de las Angustias, intercede ante el Señor para que nos libre de los males de la epidemia, asista a las autoridades, a los médicos y al personal sanitario, cuide de nuestros mayores y sus familias y proteja con amor singular a los niños y a los más vulnerables.

Madre y Señora nuestra de las Angustias, intercede ante el Señor por los enfermos y los afectados por la epidemia para que recuperen la salud y puedan dedicarse prontamente al servicio de Dios y de sus hermanos.

Madre y Señora nuestra de las Angustias, intercede ante el Señor por los que han muerto por esta epidemia y por todos los difuntos de nuestras familias para que puedan gozar de la eterna bienaventuranza.

Madre y Señora nuestra de las Angustias, tú, flor de las flores, tú, Reina de la Carrera, Madre de amores y de nuestros corazones, ampáranos y cúbrenos con tu amoroso y maternal manto.

José Gabriel Martín Rodríguez 
Consiliario de la Real Federación de Hermandades y Cofradías de Granada

 

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